El texto de la semana

     


Mi sima

Cuando terminé de hacer la escalera, fui yo el primero en subir.
Ellos me miraban con poca confianza; en sus ojos el temor avanzaba con cada paso que daba.
Cuando llegué a la cima, me di cuenta de que faltaba construir muchas escaleras más.

—¡Cómo se ve todo desde allá!
—Les juro que es hermoso, desde aquí sí que se ve a todos por igual… Es paradigmática la vida del soñador: cuanto más subís, más te acercás a los sueños de los demás.
—¡Eh, Megues, bajá, que queremos subir todos!

Estaba feliz. Ellos subieron de a uno y crearon un espacio para todos, y yo no quise ser indiferente a tamaña acción brindada por mis semejantes.

Llegó un momento en que todo se volvió un poco monótono. Fue entonces cuando conseguí una nueva madera para construir otra escalera que nos llevaría más alto.
Los puse a trabajar a todos y desaté el conflicto. Se enojaron y se alejaron de mí.
Intenté ser un jefe, un líder… y me dieron la espalda.

Utilicé mi alma competitiva, y así fue como volví a construir otra vez una escalera más grande.
Escalón por escalón, caminaba gozándolos, hasta que llegué a los dos últimos.
Y cuando iba a tocar la nueva cima, las maderas se rajaron…
Caí ligeramente. No sentí nada más que el golpe. Perdí los sentidos. Me sentí vacío.

Desde la cima de mis sueños… hasta la sima de mi ambición.

Entonces tomé la madera y escribí.
Los clavos se introdujeron en la hoja, y los escalones de párrafos me guiaron hacia la cima.
Mi obra es mi corazón, mi experiencia, mi sueño.
Mi obra es mi razón de ser…
Pero también es verdad: ¿de qué serviría mi obra si no la leyeras vos?






🌑✨ Los Soles Negros | Poema de Ariel Cóceres ✍️🔥


Encaustos, letras de siempre,
escriben mi crepúsculo,
y así defiendo tu aurora:
una parábola bizarra del sueño agitado.

Mi albor ahora puede ser tu sol.

Adustiones sagradas contaminan los pasos del ganado,
acelero el viaje, rutina de tus signos:
semiótica construcción de morales inventadas.

La realidad es un buen lugar
para el conventillo de los reyes.

Palabras al borde de los albores terminales,
mientras soñamos encontrarnos en nuestro nido lacayo.

Trazos quiméricos
de lo que fuimos.


Ariel Cóceres-  Adustiones Libertarias (2010)



🌍👤✨ Hombre de Otro Mundo: Relato Filosófico ✨👤🌍


Despierta en medio de la ciudad, atemorizado por los vehículos que pasan a toda velocidad. Ustedes lo observan, sienten algo extraño, deciden seguirlo. Está desorientado, los ojos perdidos, y camina cada vez más rápido. La curiosidad los golpea hasta que deciden enfrentarlo.

—¿Cómo te llamás? —preguntan con un tono amistoso.
—En mi mundo nadie tiene nombre —responde.

El silencio pesa. Juegan con su respuesta.
—¿Tu mundo? ¿Para qué lo quieren?
—¿El nombre?
—Sí.
—Para comunicarnos en la diversidad. Sin nombre no hay principio de comunicación.
Él ríe:
—Eso les parece a ustedes. En mi mundo basta la mirada y la honestidad de vivir con la verdad. La comunicación se asienta en la esencia de convivir en paz.

De pronto, murmura:
—Tengo sed, mucha sed.

Van a comprar agua, y al regresar lo encuentran sorprendido. Bebe desesperado.
—Que el agua se compre… eso es lo último.

Lo miran intrigados.
—¿Qué hacés en este mundo?
—Sólo salí a tomar aire fresco, aprovechando que por esta zona todavía es gratis. Me perdí y decidí descansar en ese ripio azul.
—Ese “ripio azul” es la vereda más transitada de la ciudad. Tenés suerte de que no te haya encontrado la policía.
—¿Policía? ¿Así llaman al grupo de personas que se visten del mismo color y hacen que se respete la misma cultura según el territorio?
—No sólo eso. Ellos mantienen el orden de este país.
El hombre vuelve a reír.
—¿Necesitan que otros les mantengan el orden? ¿No son suficientemente grandes para convivir sin que los controlen?

La conversación se vuelve filosófica. Hablan de crímenes, desigualdad, dinero. Él sentencia:
—Mientras tengan ese papel llamado dinero, habrá injusticia. Porque el dinero es ego y poder.

Se quedan pensando. Él insiste:
—Trabajo sólo cuando tengo hambre. Canjeo mi tiempo por alimento y así vivo feliz con mi hijo. Pero aquí todo es distinto: cobran el agua, la luz, la tecnología, las melodías, hasta las palabras. Una verdadera degeneración capitalista.
—No entiendo. ¿Viniste a esta tierra porque es más barata que la tuya?
Él sonríe con ironía.
—No. Es que yo vivo en esta tierra.

Entonces, la historia se expande. Se sientan a escucharlo, mientras Megues, un niño curioso, interrumpe con preguntas.
—Papi, ¿qué pasó con la tierra? ¿Por qué se volvió así?

La voz del hombre se vuelve grave:
—El abuelo de mi abuelo me contó que antes esta tierra era hermosa, con montes y selvas, sin urbanización aglomerada. La gente vivía en colectividad, su conciencia era paz, y la paz era su cultura. Todo cambió cuando bajaron naves del cielo. De ellas descendieron hombres igualitos a nosotros, pero diferentes: traían dentro de sus cabezas ideas violentas, autoritarias y soberbias. Querían mandar, someter, tener poder… y también ser mandados.

Megues abre los ojos.
—¿Igual que los abuelitos de Nahum?
—Sí. Pero en ese caso, llegaron en naves desde el mar. Robaban, mataban y violaban. Eran otros… pero iguales en esencia.

El hombre suspira.
—Desde entonces, ellos gobiernan. Y cada vez queda menos gente con posibilidad de tener una vida digna. Eso no sorprende: a esos hombres siempre les gustó someter, dominar y acumular poder. Y mientras sigan entre nosotros, la tierra seguirá perdiendo lo que alguna vez fue.

El silencio los envuelve. Ya no saben si él es un extraño venido de otro mundo… o simplemente un reflejo brutal de este.


Ariel Cóceres en "El latido de la libertad (2005)" y "SeReS (2009)"



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⚰️ Historias que no se cuentan en los velorios


La gente del barrio decía el nombre en voz baja, como si fuera un mal presagio: Langura. Era la mujer que “sabía” de remedios, agujas y hierbas escondidas. Nadie la llamaba doctora, ni enfermera, pero todos sabían adónde acudir cuando la panza se volvía un secreto demasiado grande.

La madre del niño había pasado ya seis veces por sus manos. Seis veces con miedo, con dolor, con la esperanza rota. La séptima vez fue la última. El rancho entero se llenó de un olor metálico, mezcla de sangre y querosén. Afuera, el viento traía polvo; adentro, el silencio se hizo tan pesado que ni los perros quisieron ladrar.

Los vecinos escucharon los gritos apagados, pero no preguntaron nada. En esos lugares, preguntar era igual a firmar una denuncia contra uno mismo. Nadie quería saber. Mejor mirar al piso, toser fuerte, poner la radio.

El niño estaba en la puerta. Sabía que algo no andaba bien, porque el tiempo se había detenido. Su madre no salió esa tarde, ni la siguiente. Solo vio salir a Langura, limpiándose las manos con un trapo viejo. No lo miró a los ojos. Eso fue peor que cualquier palabra.

Cuando al fin entendió que su madre no volvería, el niño no lloró. Se quedó parado, con la mirada fija en el camino de tierra, apretando la mano de su hermanita. Había algo absurdo en todo: la muerte de su madre parecía una de esas rutinas de pueblo, como la feria de los viernes o el camión del gas. Casi cómica en su repetición, pero trágica en su final.

Alguien comentó que la enterrarían cerca del cementerio, aunque no exactamente dentro. “Por los papeles”, decían. Otros murmuraron que la tiraron en una fosa común. Lo cierto es que nadie se animó a preguntar demasiado.

Desde ese día, el niño entendió que el silencio también mata. Y que en su barrio la muerte no llegaba con campanas ni velorios, sino como un trámite sin firma: rápido, barato y sin testigos.


Ariel Cóceres (inédito) 



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Lucero del Oeste

A Toto

 

El Pilcomayo les corta el paso como una herida ancha y turbia. Caminan despacio, el agua les golpea las piernas y les roba el calor. No es solo el río lo que intimida. Toto, que se crió en el monte chaqueño, aprieta sus manos y dice en voz baja:
—No miren tanto. Caminen.
Al otro lado, un hombre fuma en la orilla paraguaya. No saluda.

La siesta arde. Se quedan dormidos junto a la barranca, escuchando el zumbido de las chicharras. El suelo se quiebra sin aviso. Casi caen… pero algo —una mano, una fuerza— los arrastra hacia atrás, directo a un arbusto de espinas. Se lastiman, pero siguen vivos. Entre las ramas, alcanzan a ver siluetas moviéndose cerca del agua. Hablan en otro idioma.

El oeste de Formosa es puro viento y tierra seca. Salen a recorrer con Toto, siempre con cuidado. Más de una vez se pierden y él les enseña a guiarse por el Lucero. Les dice que es mejor seguir una estrella que seguir huellas:
—Las huellas son de alguien, y ese alguien puede no querer que lo encuentren.
En sus palabras hay experiencia: de muy chico lo mandaron a Buenos Aires a la marina, porque era muy salvaje. Allí aprendió disciplina, pero también a pulir sus habilidades. Era muy hábil con sus manos; moldeaba el hierro como nadie, sabía de mecánica y destacaba en cualquier deporte. En su niñez sufrió la violencia, y quizás por eso, años después, fundó un grupo de boy scouts en El Colorado, donde enseñaba a los chicos valores de supervivencia. Su sueño, aunque pocas veces lo decía, era recorrer América con su familia.

Cruzan al Chaco Paraguayo. Allí, en medio del monte, les espera un chalet con una pista de aterrizaje improvisada. Es raro… demasiado raro. El lugar huele a combustible de avión y a carne colgada, pero no de jabalí. Los hombres que los reciben no sonríen; los miran como si quisieran medirlos.

Mientras cazan, se apartan del grupo. Siguen un sendero estrecho hasta un claro donde el silencio es más pesado que el calor. Allí están: tres esqueletos, las manos atadas con alambre oxidado. Los huesos muestran marcas que no hizo ningún animal. Toto llega detrás, se queda quieto. No dice nada. Solo mira la pista, como si las piezas de un rompecabezas encajaran en su cabeza.

No hay explicaciones. Nadie pregunta. Nadie responde. Pero esa noche, el ruido de un avión los despierta. Las luces pasan bajas sobre el chalet y se pierden hacia el norte. Toto apaga la lámpara de kerosén y susurra:
—Recuerden esto, pero no lo repitan.
En la frontera, algunos ríos no llevan solo agua… y algunos hombres no vuelven porque vieron lo que no debían.

 

Ariel Cóceres (inédito)







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Harpía: La Sombra del Monte

En el corazón ardiente de la Ruta 9 —ese surco polvoriento que une Villa Escolar con El Colorado—, justo en el puente del Alazán, lo sobrenatural se nos apareció con todo el dramatismo del monte. Con mi compañera de vida íbamos en el auto, peleando cada metro contra la que, sin dudas, es la peor ruta del mundo: llena de cráteres lunares, pozos como si hubiesen caído meteoritos, huellas del paso brutal de camiones monstruosos que transportan vaya uno a saber qué mercadería, pero que trituran el asfalto como si fuera galleta de agua vieja.

La Ruta 9, con más remiendos que pantalón de gurí travieso, se había convertido en un infierno de sacudidas. Mientras sorteábamos cada obstáculo como si estuviésemos en una carrera de obstáculos sintácticos, me vino a la mente una vieja frase del colegio: “El camino tortuoso puede ser semánticamente rico.” Sonreí con ironía, porque ese pensamiento no aliviaba los chirridos del chasis.

Era primavera. El reloj marcaba las 18, y el sol se ponía con esa majestad naranja que solo Formosa puede regalar. Los lapachos nos saludaban como reyes, y los caranchos planeaban, dibujando la calma con su vuelo cadencioso. Pero entonces, de la nada, apareció ella.

Una figura en medio de la ruta. Oscura. Extraña. Moviéndose de forma errática. Una silueta entre humana y animal, como salida de un mal sueño. Mi señora se agarró del asiento, y yo —que no soy de asustarme por cualquier cosa— sentí que el miedo me trepaba por la espalda como un yaguareté en celo.
—¡Che, qué es eso! —dije, bajando la velocidad.
—¡Es una bruja! —gritó ella, con esa mezcla de espanto y certeza.

La figura avanzaba. Se alejaba. Volvía. El monte se cerraba. El silencio se hacía nudo en la garganta.

Pensamos en pegar la vuelta. En huir. Porque, si algo aprendimos los que nacimos acá, es que al monte no se lo jode. Y cuando se pone raro, hay que escucharle el mensaje. Pero en ese momento, la figura giró. Se puso de perfil.
Y entonces lo vimos: no era una persona. Era un ave. Un ave gigantesca.

Yo, que soy profesor de Lengua desde hace más de quince años, que repito hasta el cansancio que la interpretación textual se basa en los indicios, no encontraba signos para decodificar lo que teníamos enfrente. La coherencia se me fue al carajo. La bruja era un pájaro. Pero no cualquier pájaro: era un monstruo con plumas.

Nunca conté esta historia. Primero, por miedo a que me trataran de loco. Ya sabés cómo es: uno abre la boca en la escuela y después andan diciendo “el profe está medio rayado”. Pero un día, haciendo una lectura inferencial de imágenes en una clase sobre textos expositivos, vi una publicación que me congeló la sangre.

Era ella.

El águila harpía. O ave arpía, como también le dicen. El ave nacional de Panamá. Un bicho que puede medir un metro, con garras como cuchillas y ojos que te atraviesan.
—¿Y qué hacía esa ave en el monte formoseño? —me pregunté, mientras repasaba el contenido de una clase sobre semántica y polisemia.

Hace poco se me cerró el enigma. En un recorte del diario El Comercial de Formosa, leí lo siguiente:
“En El Colorado: trasladaba 63 aves protegidas por ley en su vehículo.”

Ahí supe que lo que vimos esa tarde no fue una alucinación, ni un mito guaraní, ni un espíritu del estero. Lo que vimos fue el águila harpía, transportada ilegalmente por algún traficante que se metió a jugar con la naturaleza sin entender el alma del monte.

FIN

Ariel Cóceres (inédito)


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