Mi sima
Estaba feliz. Ellos subieron de a uno y crearon un espacio para todos, y yo no quise ser indiferente a tamaña acción brindada por mis semejantes.
Desde la cima de mis sueños… hasta la sima de mi ambición.
🌑✨ Los Soles Negros | Poema de Ariel Cóceres ✍️🔥
Encaustos, letras de siempre,
escriben mi crepúsculo,
y así defiendo tu aurora:
una parábola bizarra del sueño agitado.
Mi albor ahora puede ser tu sol.
Adustiones sagradas contaminan los pasos del ganado,
acelero el viaje, rutina de tus signos:
semiótica construcción de morales inventadas.
La realidad es un buen lugar
para el conventillo de los reyes.
Palabras al borde de los albores terminales,
mientras soñamos encontrarnos en nuestro nido lacayo.
Trazos quiméricos
de lo que fuimos.
Ariel Cóceres- Adustiones Libertarias (2010)
🌍👤✨ Hombre de Otro Mundo: Relato Filosófico ✨👤🌍
Despierta en medio de la ciudad, atemorizado por los vehículos que pasan a toda velocidad. Ustedes lo observan, sienten algo extraño, deciden seguirlo. Está desorientado, los ojos perdidos, y camina cada vez más rápido. La curiosidad los golpea hasta que deciden enfrentarlo.
El silencio los envuelve. Ya no saben si él es un extraño venido de otro mundo… o simplemente un reflejo brutal de este.
Ariel Cóceres en "El latido de la libertad (2005)" y "SeReS (2009)"
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⚰️ Historias que no se cuentan en los velorios
La gente del barrio decía el nombre en voz baja, como si fuera un mal presagio: Langura. Era la mujer que “sabía” de remedios, agujas y hierbas escondidas. Nadie la llamaba doctora, ni enfermera, pero todos sabían adónde acudir cuando la panza se volvía un secreto demasiado grande.
La madre del niño había pasado ya seis veces por sus manos. Seis veces con miedo, con dolor, con la esperanza rota. La séptima vez fue la última. El rancho entero se llenó de un olor metálico, mezcla de sangre y querosén. Afuera, el viento traía polvo; adentro, el silencio se hizo tan pesado que ni los perros quisieron ladrar.
Los vecinos escucharon los gritos apagados, pero no preguntaron nada. En esos lugares, preguntar era igual a firmar una denuncia contra uno mismo. Nadie quería saber. Mejor mirar al piso, toser fuerte, poner la radio.
El niño estaba en la puerta. Sabía que algo no andaba bien, porque el tiempo se había detenido. Su madre no salió esa tarde, ni la siguiente. Solo vio salir a Langura, limpiándose las manos con un trapo viejo. No lo miró a los ojos. Eso fue peor que cualquier palabra.
Cuando al fin entendió que su madre no volvería, el niño no lloró. Se quedó parado, con la mirada fija en el camino de tierra, apretando la mano de su hermanita. Había algo absurdo en todo: la muerte de su madre parecía una de esas rutinas de pueblo, como la feria de los viernes o el camión del gas. Casi cómica en su repetición, pero trágica en su final.
Alguien comentó que la enterrarían cerca del cementerio, aunque no exactamente dentro. “Por los papeles”, decían. Otros murmuraron que la tiraron en una fosa común. Lo cierto es que nadie se animó a preguntar demasiado.
Desde ese día, el niño entendió que el silencio también mata. Y que en su barrio la muerte no llegaba con campanas ni velorios, sino como un trámite sin firma: rápido, barato y sin testigos.
A Toto
La siesta arde. Se quedan dormidos junto a la barranca,
escuchando el zumbido de las chicharras. El suelo se quiebra sin aviso. Casi
caen… pero algo —una mano, una fuerza— los arrastra hacia atrás, directo a un
arbusto de espinas. Se lastiman, pero siguen vivos. Entre las ramas, alcanzan a
ver siluetas moviéndose cerca del agua. Hablan en otro idioma.
Cruzan al Chaco Paraguayo. Allí, en medio del monte, les
espera un chalet con una pista de aterrizaje improvisada. Es raro… demasiado
raro. El lugar huele a combustible de avión y a carne colgada, pero no de
jabalí. Los hombres que los reciben no sonríen; los miran como si quisieran
medirlos.
Mientras cazan, se apartan del grupo. Siguen un sendero
estrecho hasta un claro donde el silencio es más pesado que el calor. Allí
están: tres esqueletos, las manos atadas con alambre oxidado. Los huesos
muestran marcas que no hizo ningún animal. Toto llega detrás, se queda quieto.
No dice nada. Solo mira la pista, como si las piezas de un rompecabezas
encajaran en su cabeza.
Ariel Cóceres (inédito)
Harpía: La Sombra del Monte
En el corazón ardiente de la Ruta 9 —ese surco polvoriento que une Villa Escolar con El Colorado—, justo en el puente del Alazán, lo sobrenatural se nos apareció con todo el dramatismo del monte. Con mi compañera de vida íbamos en el auto, peleando cada metro contra la que, sin dudas, es la peor ruta del mundo: llena de cráteres lunares, pozos como si hubiesen caído meteoritos, huellas del paso brutal de camiones monstruosos que transportan vaya uno a saber qué mercadería, pero que trituran el asfalto como si fuera galleta de agua vieja.
La Ruta 9, con más remiendos que pantalón de gurí travieso, se había convertido en un infierno de sacudidas. Mientras sorteábamos cada obstáculo como si estuviésemos en una carrera de obstáculos sintácticos, me vino a la mente una vieja frase del colegio: “El camino tortuoso puede ser semánticamente rico.” Sonreí con ironía, porque ese pensamiento no aliviaba los chirridos del chasis.
Era primavera. El reloj marcaba las 18, y el sol se ponía con esa majestad naranja que solo Formosa puede regalar. Los lapachos nos saludaban como reyes, y los caranchos planeaban, dibujando la calma con su vuelo cadencioso. Pero entonces, de la nada, apareció ella.
Una figura en medio de la ruta. Oscura. Extraña. Moviéndose de forma errática. Una silueta entre humana y animal, como salida de un mal sueño. Mi señora se agarró del asiento, y yo —que no soy de asustarme por cualquier cosa— sentí que el miedo me trepaba por la espalda como un yaguareté en celo.
—¡Che, qué es eso! —dije, bajando la velocidad.
—¡Es una bruja! —gritó ella, con esa mezcla de espanto y certeza.
La figura avanzaba. Se alejaba. Volvía. El monte se cerraba. El silencio se hacía nudo en la garganta.
Pensamos en pegar la vuelta. En huir. Porque, si algo aprendimos los que nacimos acá, es que al monte no se lo jode. Y cuando se pone raro, hay que escucharle el mensaje. Pero en ese momento, la figura giró. Se puso de perfil.
Y entonces lo vimos: no era una persona. Era un ave. Un ave gigantesca.
Yo, que soy profesor de Lengua desde hace más de quince años, que repito hasta el cansancio que la interpretación textual se basa en los indicios, no encontraba signos para decodificar lo que teníamos enfrente. La coherencia se me fue al carajo. La bruja era un pájaro. Pero no cualquier pájaro: era un monstruo con plumas.
Nunca conté esta historia. Primero, por miedo a que me trataran de loco. Ya sabés cómo es: uno abre la boca en la escuela y después andan diciendo “el profe está medio rayado”. Pero un día, haciendo una lectura inferencial de imágenes en una clase sobre textos expositivos, vi una publicación que me congeló la sangre.
Era ella.
El águila harpía. O ave arpía, como también le dicen. El ave nacional de Panamá. Un bicho que puede medir un metro, con garras como cuchillas y ojos que te atraviesan.
—¿Y qué hacía esa ave en el monte formoseño? —me pregunté, mientras repasaba el contenido de una clase sobre semántica y polisemia.
Hace poco se me cerró el enigma. En un recorte del diario El Comercial de Formosa, leí lo siguiente:
“En El Colorado: trasladaba 63 aves protegidas por ley en su vehículo.”
Ahí supe que lo que vimos esa tarde no fue una alucinación, ni un mito guaraní, ni un espíritu del estero. Lo que vimos fue el águila harpía, transportada ilegalmente por algún traficante que se metió a jugar con la naturaleza sin entender el alma del monte.
FIN
Ariel Cóceres (inédito)
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